martes, 23 de diciembre de 2014

UNA TECNICA DE AUTOANALISIS III

Una técnica de autoanálisis. III 

La segunda etapa de la investigación acerca de la verdadera naturaleza del yo deberá estar dedicada a someter la naturaleza emocional a un análisis crítico. El examen de los hechos llevó a destacar la idea de que el cuerpo físico representa la totalidad de la conciencia del “yo”; pero ahora podemos volver hacia la parte principal de nosotros mismos.

¿Somos deseo, duda, odio, cólera, inclinación o desagrado pasión, lujuria, esperanza, temor, o experimentamos cualquiera de los otros sentimientos que llevan al hombre en cambiantes secuencias de tiempo en tiempo?

El argumento que se aplica al cuerpo dormido se puede aplicar también a las emociones dormidas. Cuando las últimas yacen inertes en un sueño profundo e insensible, la noción del “yo” resurge todavía con más energías después del despertar de la muerte aparente de las emociones. Y cuando nos hallamos en el estado de vigilia, algunas veces experimentamos momentos de completa inemotividad, el sentimiento de ser personal aún prevalece. Volviendo a nuestro argumento anterior, si la conciencia del yo que acompaña las emociones y los deseos es, pese a todo, no inherente, la desaparición del ser consciente, en el dormir profundo, se explicaría fácilmente. El sentimiento de la personalidad se ha retirado, no sabemos a dónde, dejando tras de él un conjunto de sentimientos nacidos de las repulsiones y atracciones de los sentidos-órganos del cuerpo dormido, o también del intelecto.

Esto explicaría también por qué el sentimiento de la personalidad permanece intacto a través de la sucesión de nuestras experiencias cambiantes. Sentimientos, deseos, pasiones nos arrastran de aquí para allá, pero el “yo” sigue existiendo. Es perfectamente posible que el hombre se aparte de la vida exterior, evitando en esta forma todas las emociones que esta vida comporta —como lo han hecho en sus éxtasis conscientes los místicos del medioevo o los modernos yoguis de la India— y conservar a pesar de todo una clara noción de la personalidad. Si el “yo” es susceptible de separarse en esta forma de todas las emociones, y continuar existiendo, quiere decir que el “yo” y nuestras emociones son dos cosas diferentes y, por lo tanto, no podemos ya considerar los odios, los deseos, las simpatías, las antipatías y otros estados emotivos como nuestro verdadero yo.

En consecuencia, podemos afirmar que nuestros sentimientos son muy inestables, que podemos, por ejemplo, amar a una persona una semana y dejar de amarla a la semana siguiente, que los sentimientos que hemos albergado durante diez años pueden, llegado el momento, no corresponder a nuestra condición actual, indica claramente que tales sentimientos son de esencia transitoria, mientras que el sentimiento del “yo” permanece inmutable a través de los años.

De este modo llegamos a la interesante conclusión de que ni el cuerpo ni las emociones representan nuestro verdadero “yo”.

Puede emprenderse el estudio de la tercera parte una vez que se haya llegado a la anterior conclusión. Para entonces se habrá ganado la capacidad de penetración en la adquisición del poder de concentración. Se habrá comenzado, a la hora del ejercicio diario, a perder conciencia de la vida exterior, a escuchar y a percibir el interior de uno mismo, y a concentrar finalmente los pensamientos dentro de uno mismo en tales momentos.

La tercera etapa será dedicada a la consideración de esta pregunta:

¿Soy yo el intelecto pensante?

Es verdad que el intelecto recibe generalmente su conocimiento a través de los cinco sentidos, o los extrae del recuerdo de experiencias adquiridas por la vida sensorial. Por lo tanto las verdades que podemos encontrar en el cerebro del hombre común se basan en la experiencia externa.

Esbocé lo que puede parecer una sorprendente proposición. Suponiendo que la inteligencia no depende exclusivamente de la existencia carnal, sugiero que ella está compuesta nada más que de la interminable secuencia de pensamientos; la interminable sucesión de ideas, conceptos y recuerdos que componen nuestra vida diurna y que, en consecuencia, esta inteligencia no participa de nuestro yo ni siquiera en el intelecto. Si este conglomerado de pensamientos pudiera ser eliminado, comprobaríamos que no existe tal cosa como un razonamiento separado de la facultad intelectual. El intelecto no es sino un nombre que damos a una serie de ideas individuales.

Esta proposición final es más difícil de sostener porque se trata más bien de una cuestión que será necesario resolver por la experiencia personal. En cuanto a mí, no vacilo en afirmar que si el intelecto no es más que el desfile constante de nuestros pensamientos, que pasan y repasan por nuestro cerebro, el hombre puede, en ciertas condiciones, dejar de pensar y sin embargo permanecer claramente consciente de sí mismo. Esto se ha producido más de una vez; la historia del misticismo oriental y del europeo atestigua este hecho.

Toda argumentación que se haya aplicado a la denegación de la emoción como el verdadero yo puede aplicarse también a la negación del intelecto. Piénsese acerca de esto y... se llegará a la conclusión de que debe ser así.

El intelecto es lo que piensa dentro de nosotros. No es nuestro yo y ello queda demostrado por el hecho de que, mientras reflexionamos, sentimos vagamente que algo en nosotros está observando quietamente nuestros pensamientos.

La cuestión de que algunos alienados pierdan el intelecto, y que se les restaura algunas veces mediante un tratamiento, es otra indicación de que se trata de una propiedad que puede ser quitada o restituida a un poseedor.

Tal fue la celebrada actitud de Descartes. Él sostenía que el simple hecho de pensar implicaba la existencia de un Pensador, de alguien que realizaba esta actividad reflexiva. Je pense, done je suis (Yo pienso, luego existo), fue su famosa proposición filosófica. Fue una afirmación muy atrevida que suscitó poderosas controversias. Y su lógico resultado fue que Descartes se vio obligado a inferir de que este Pensador, este “yo”, era intrínsecamente inmaterial y por tanto independiente como para tener existencia fuera del cuerpo físico, al que, sin embargo, estaba íntimamente ligado. De este modo, aunque Descartes no haya tomado en cuenta al yo en la forma que me propongo hacerlo, partió desde un buen punto.

Además, los modos de pensamientos están en un constante proceso de cambio. Podemos tener un día una opinión y sostener, al día siguiente, lo contrario. ¿Cómo podríamos adoptar tal o cual conjunto de ideas y afirmar: “Esto representa mi yo”, cuando al año siguiente sostendremos lo contrario? Y sin embargo la conciencia del ser, del yo, ha permanecido incólume, mientras nuestros puntos de vista cambiaban en forma notable.

Por otra parte, cuando uno contempla quietamente alguna cosa material, se tiene la sensación de que algo en nosotros está contemplando nuestros pensamientos, algo que acepta algunos de esos pensamientos y que rechaza otros. ¿Quién es el que piensa? El hecho mismo de que seleccionamos los pensamientos indica que hay una entidad independiente, que se sirve de nuestro mecanismo cerebral. ¿Ese “algo en nosotros” es el yo? Hasta ahora hemos estado tan absortos y tan ocupados con nuestros pensamientos egoístas, con nuestros sentimientos personales y nuestras actividades físicas, que jamás habíamos enfrentado nuestra conciencia de ese “algo” interior. No intentamos, siquiera en el menor instante, separarnos de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Es por ello que nunca hemos sido capaces de estudiar la naturaleza de lo que vive dentro de esta casa de carne.

Si pudiéramos, como es posible en la práctica de estas enseñanzas, encontrar las huellas de ese “algo en nosotros”, descubriríamos que allí está nuestro verdadero yo. Está ahí, siempre, pero el fluir presuroso de nuestras ideas y la continua atención que prestamos a los objetos exteriores apagan con su ruido la suave presencia. El pensamiento es un poder que puede atarnos o dejarnos libres. El hombre común, inconscientemente, lo usa para el primer propósito; en cambio el que practica el método de la propia investigación conscientemente lo usa para lograr la liberación.

Las ruedas indetenibles de nuestro cerebro giran constantemente, en revoluciones de pensamientos tontos o importantes; y ya se trate de pensamientos grandes o triviales, no es posible detener su curso. Acaso el intelecto no sea nada más que una máquina de pensar, que deba rendir cuentas a la lógica de una manera puramente mecánica.

Los pensamientos surgen incesantemente y turban el reposo primordial de la mente. Hace tanto tiempo que se desenvuelve este proceso en la historia del hombre, que hemos llegado a considerarlo corno un estado normal. Llevar nuestra mente a una esfera de tranquilo reposo, mucho mejor si es sin pensamientos, lo consideramos como una condición anormal. Hemos tomado una tradición por una verdad y haríamos bien en examinar hasta qué punto se justifican los valores que hemos establecido.

Hasta ahora hemos descubierto que los límites que hasta aquí hemos expuesto sobre la noción del “yo”, son ficticios, que los “pensamientos” que en su totalidad constituyen el intelecto, no necesitan ser la barrera psíquica que nos circunda. Mediante este análisis introspectivo al que hemos sometido a nuestro propio ser, hemos tratado de descubrir si es el ser esencial que buscamos, la base de la idea del yo.

Hemos penetrado en nuestro interior y hemos aprendido que el mundo externo que nos revela nuestros sentidos no tiene por qué ser la única condición de nuestra consciente existencia.

Uno de los resultados de esta meditación es que eventualmente capacitará al individuo a observar y controlar cómo funcionan, en relación a nuestro yo, las facultades intelectuales, afectivas y físicas; en una palabra, nos pondremos fuera de nuestra personalidad. No hay ningún peligro de que este ejercicio nos vuelva demasiado introspectivo; al contrario, en vez de subrayar la personalidad, nos apartará de los sentimientos puramente personales para someternos a otros completamente impersonales.

Pero nosotros tenemos que seguir escrutando el alma. Bien es verdad que esta palabra, “alma” no me preocupa demasiado, puesto que significa diferentes cosas para diversas personas. Ha sido usada con sentido altruista por algunos elevados espíritus de nuestra época; pero también ha sido degradada por espíritus estrechos y mezquinos, y por fanáticos religiosos. Preferiría prescindir de ella, pero no puedo hacerlo. Es una palabra que lleva la triste y penosa carga de una teología turbia, que un racionalista como soy yo prefiere no tener relación. Pero la palabra “yo” abarca todo lo que quiero decir con una exactitud y una amplitud que no tiene aquélla otra, más débil. Los antiguos hindúes entendían tan bien esto que la palabra “yo” es exactamente igual a la que usan para designar el “alma”. El yo es una colección de experiencia personales que incluye todas las experiencias físicas, mentales y afectivas que se enfilan como perlas sobre el hilo de la vida personal, pero que se confunden con el ser vasto, impersonal y divino que constituye la gloria verdadera e ilimitada del hombre.

Uno encuentra grandes dificultades al tratar de hacer comprensibles perfectamente para la inteligencia ordinaria cuestiones tan sutiles sin permitirse el uso del lenguaje abstracto y abstruso de la metafísica. Pero he realizado el esfuerzo porque sé que los que mediten pacientemente acerca de estos pensamientos, con un espíritu justo y exento de prejuicios, se verán recompensados por un íntimo presentimiento de la verdad de los mismos y por la comprensión intuitiva de sentido profundo.




Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno
 

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